
¡Hay animalejos en el agua de lluvia!
Esto es lo que exclamó un sorprendido Anton van Leeuwenhoek llamando a gritos a su hija María para que fuera a observar tan extraña cosa. Y con este descubrimiento fue la primera persona en contemplar un mundo ignorado de seres microscópicos que desde el principio de los tiempos habían nacido, vivido y muerto ocultos y desconocidos para los hombres, por lo que está considerado el padre de la microbiología.
Leeuwenhoek nació en Holanda el año 1632 en el seno de una familia de fabricantes de cestos y cerveza. Había oído hablar de las lupas con las cuales, si se tallaba una lente a partir de un trozo de cristal transparente, podían verse los objetos más grandes de lo que en realidad eran. Y sin conocimiento alguno, pues sólo era un funcionario del ayuntamiento con una formación básica, se puso a tallar y pulir lentes con entusiasmo. A base de constancia acabó por aprender a construirse lentes mejores que las fabricadas por cualquier óptico. Construyó muchos microscopios y regaló varios de ellos, pero no explicó a nadie ni dejó ninguna indicación de sus métodos de construcción de lentes, por lo que tras su muerte tuvieron que pasar muchos años antes de que se construyesen microscopios tan potentes. Con ellos se dedicó a examinar literalmente miles de cosas, todo absolutamente todo lo que se le ponía por delante que pudiese colocarse ante las lentes: pelos de diversos animales y suyos propios, plumas de aves, hongos, la estructura de las hojas, semillas y madera de las plantas, las cabezas de las moscas y los cerebros que diseccionaba de ellas, el aparato picador de pulgas y piojos y el aguijón de las abejas. Fue el primero en observar en vivo la circulación de la sangre en los capilares de la cola de un pececillo. Descubrió los glóbulos rojos en la sangre y los espermatozoides en el semen. Y así centenares de observaciones más.
Y un día se le ocurrió examinar una gota de agua de la lluvia recogida en un pluviómetro, no esperando ver más que agua. Sin embargo observó que estaba llena de pequeños animalitos de varias clases que se movían y nadaban ágilmente lo que le hizo proferir el grito que comentamos al principio. Pronto se puso a buscar los animalitos en agua recogida en otros sitios y siempre los encontró. La pregunta lógica era ¿de dónde procedían? ¿Habían caído del cielo o habrían trepado las paredes de los recipientes desde el suelo? ¿Los habría creado expresamente Dios de la nada? Entonces limpió cuidadosamente un plato de porcelana y lo colocó bajo la lluvia, apartado de las salpicaduras del suelo. Miró una gota de esta agua y no vio ningún bichito. Guardó la muestra de agua durante días y volvió a examinarla, y al cuarto día vio de nuevo como empezaban a surgir animalillos. La cuestión de si los microbios debían proceder de una generación progenitora anterior, como todos los otros seres vivos, o si podían formarse espontáneamente en la materia orgánica, fue motivo de polémica y discusión durante más de 200 años.
Leeuwenhoek comunicó sus experimentos y descubrimientos a la Royal Society británica, cuyos miembros se mostraron inicialmente escépticos sobre la existencia de todo un zoológico de invisibles animalitos, según afirmaba aquel funcionario holandés que no quería explicar cómo fabricaba los microscopios que permitirían verlos. En vista de ello, en 1677, la Royal Society comisionó a Robert Hooke para construir el mejor microscopio que pudiera y llevara a cabo un cultivo en agua con pimienta según las instrucciones de Leeuwenhoek. Y para sorpresa de todos, en efecto, allí estaban esos animalitos. Leeuwenhoek fue admitido entre los miembros de la Society, y a su casa fueron a visitarle la reina de Inglaterra y el zar Pedro el Grande, a fin de contemplar las maravillas que sólo sus lentes permitían ver.
Mientras Leeuwenhoek, con sus magníficos instrumentos, continuaba examinando todo lo que se le ocurría en busca de microbios. Hasta que llegó a encontrarlos en su propio cuerpo, en la saliva de su boca y en sus propias deyecciones. En estas últimas los microbios eran particularmente abundantes cuando se encontraba aquejado de alguna ocasional diarrea. Sin embargo, no razonó que sus molestas diarreas podrían ser causadas precisamente por esos animales tan diminutos. No tuvo la suficiente imaginación para predecir que los microbios pudieran ser los causantes de muchas de las enfermedades que atacaban animales y personas, y ello pese a que, en el curso de una de sus investigaciones, comprobó que cierto tipo de uno de esos animalitos minúsculos atacaba y devoraba las larvas de almejas.
Sus cualidades como investigador no impedían que Leeuwenhoek fuera al mismo tiempo un gran aficionado a la bebida, pero le llevaron a dar su propia explicación de las resacas y la forma de remediarlas. Pues bien, según él, la resaca se producía porque el exceso de bebida volvía demasiado viscosa la sangre para circular bien, y su remedio consistía en beber gran cantidad de café, tan caliente como pudiera soportar. En una ocasión de resaca particularmente intensa, bebió café tan caliente que literalmente le levantó ampollas en la boca y a continuación se le ocurrió examinarse la saliva y el sarro de la boca. Encontró la misma fauna bucal que ya había visto en otras ocasiones pero, para su sorpresa, los bichitos estaban muertos salvo algún ejemplar solitario que se movía débilmente. De todo esto dedujo que había sido el café tan caliente quien los había aniquilado.
Falleció Leeuwenhoek a los noventa y un años y prácticamente hasta el día de su muerte estuvo observando por sus microscopios.