
Planetas exosolares
Hasta Copérnico se creía que la Tierra era el centro del Universo. Copérnico colocó al Sol en el lugar de la Tierra. Luego pudo comprobarse que tampoco el Sol era el centro del Universo, sino que compartíamos vecindario con cientos de miles de millones de otras estrellas que entre todas conforman la Vía Láctea. Tampoco estábamos en el centro de la Vía Láctea, sino bastante apartados, en uno de los brazos laterales. Durante cierto tiempo se pensó que la Vía Láctea era todo cuanto había en el Universo, pero resultó que el Universo era muchísimo mayor de lo imaginado, y que existían miles de millones de otras galaxias. Y la nuestra, la Vía Láctea, evidentemente no sólo no estaba en el centro de nada, sino que era más bien vulgar: una más entre millones de otras galaxias similares. Todo esto ha dado lugar a lo que se conoce como “principio copernicano” que viene a indicar que ni la Tierra, ni el Sol, ni nuestro Sistema Solar, ni posiblemente nosotros mismos como especie inteligente, somos especialmente particulares en el Cosmos, sino que simplemente somos ejemplos representativos de lo que es habitual y común encontrar.
Los astrónomos pudieron comprobar que no sólo existían millones de estrellas a parte del Sol, sino también que nuestra estrella no tenía nada que la hiciera destacar entre las demás. Ni era de las más grandes, ni de las más pequeñas, ni de las más calientes, ni de las más frías, ni de las más viejas, ni de las más recientes. O sea lo mismo de antes: nada especialmente remarcable. Una estrella vulgar y corriente entre tantos otros millones de estrellas. Siguiendo estas evidencias, y en base al principio copernicano, si el Sol tiene una extensa familia planetaria, también podrían tenerla otras estrellas, con sus planetas capaces de dar vida1 .
Hasta 1995, la posibilidad de que hubiera planetas dando vueltas alrededor de otras estrellas había sido pura especulación. Al final de ese año se produjo el espectacular anuncio del primer descubrimiento. Unos meses después se descubrieron otros cuatro y, finalmente, se fueron encontrando mundos nuevos cada vez más deprisa. En la actualidad se conocen varios miles de planetas exosolares orbitando alrededor de otras estrellas. Los astrofísicos saben de la existencia de estos planetas, han deducido sus masas, las distancia a sus estrellas respectivas, el tiempo que tardan en completar sus órbitas e incluso la forma de dichas órbitas, pero ¿cómo podemos saber tantas cosas de planetas tan lejanos?
La respuesta está en los grandes avances y sofisticación alcanzada en el estudio espectrográfico de la luz de las estrellas. En la actualidad se usan dispositivos que registran digitalmente cuanta luz de cada color concreto llega a la Tierra. Ahora los astrofísicos saben determinar con facilidad, midiendo el espectro de color estelar, qué estrellas se parecen más al Sol, cuáles son más calientes y luminosas, y cuáles son más frías y tenues. Si los astrofísicos observan un patrón familiar en la intensidad de la luz medida para miles de colores diferentes, pero comprueban que todas las longitudes de onda del patrón son, por ejemplo, el 1% más largas o cortas de lo habitual, llegan a la conclusión que este cambio se debe al efecto Doppler y que el objeto que emite la luz está alejándose o acercándose a nosotros. Estudiando una estrella con atención, se puede medir cuidadosamente cualquier cambio que aparezca en el desplazamiento Doppler. Si los cambios resultan ser cíclicos, se llega a la razonable conclusión de que la estrella debe estar moviéndose en una órbita que gira una y otra vez alrededor de cierto punto del espacio.
Pero ¿qué impulsa a una estrella a moverse así? Por lo que sabemos, solo puede ser la fuerza gravitatoria ejercida por otro objeto. Evidentemente, los planetas tienen una masa muy inferior a la de una estrella, por lo que sus fuerzas gravitatorias son moderadas. Júpiter, por ejemplo, modifica la velocidad del Sol en sólo 12 metros por segundo. Cuando los astrónomos intentaban detectar planetas exosolares, sabían que para descubrir uno parecido a Júpiter, que diera vueltas entorno a su estrella a una distancia comparable a la de Júpiter al Sol, deberían medir desplazamientos Doppler con una precisión suficiente para revelar cambios de velocidad de aproximadamente 12 metros por segundo, en otras palabras tenían que ser capaces de medir cambios en la longitud de onda de una parte por millón.
Estas mediciones dieron como resultado no sólo la detección de planetas. Como el método de detección consiste en hallar una repetición cíclica en los cambios de velocidad, la duración de cada ciclo mide el período orbital. A su vez, este período orbital revela la distancia del planeta respecto a su estrella, será más rápido cuanto más cerca esté y más lento cuanto más lejos. Además, cuando se conoce la distancia planeta-estrella, los investigadores pueden deducir también la masa del planeta. Estudiando minuciosamente los ritmos de cambios en la velocidad orbital, se puede deducir también la forma de ésta, si es más o menos elíptica o casi circular. Y todos estos conocimientos se llegan a saber captando los colores de la luz de estrellas que se encuentran a muchos años-luz de distancia.
Evidentemente, una estrella puede tener más de un planeta orbitándola, cada uno marcando su ritmo y su influencia, lo que complica substancialmente las mediciones y los cálculos. Pero, a estas alturas, los astrónomos han acumulado muchos datos y experiencia interpretando las observaciones. Mediante la observación durante un tiempo lo bastante largo, y el empleo de programas informáticos con una enorme capacidad de cálculo, es posible diferenciar el efecto causado por cada mundo en órbita alrededor de una estrella.
No obstante, el método de detección de planetas exosolares que hemos explicado adolece de una pega. Como se basa en detectar pequeñísimos acercamientos o alejamientos de una estrella, ocasionados por la influencia gravitatoria del planeta en cuestión, únicamente permite detectar planetas gigantes, tipo Júpiter, y que estén próximos a su estrella. Solo así se producen perturbaciones que nuestra actual tecnología permita revelar.
Afortunadamente se conoce otro método para detectar planetas exosolares más pequeños. Es el método llamado del “tránsito”, que consiste en detectar la leve disminución en la intensidad de luz de una estrella cuando un astro pasa por delante y se interpone entre ella y nosotros. Si la disminución se repite de manera cíclica, suele tratarse de un planeta en órbita alrededor de la estrella. No hace falta esforzarse mucho para imaginar la gran sensibilidad y precisión que deben tener los instrumentos para poder medir la disminución en la intensidad de la luz de una estrella, que puede encontrarse a miles de años-luz, por el hecho que se interponga un pequeño planeta y tape un poco de esa luz. Buscando un símil, sería como si un barco que estuviese en alta mar divisase a lo lejos la luz de un faro, y le fuera posible percatarse del paso de una mosca que se pasease por el proyector. Y que además, pudiera saberse si se trata de una mosca grande o una mosca pequeña, y la velocidad de su vuelo y a que distancia del proyector está volando. Utilizando este método, el telescopio espacial Kepler ha descubierto 2.600 planetas en estrellas de todo tipo que se encuentran a distancias de hasta 3.000 años-luz de la Tierra.
A medida que el “zoo” de exoplanetas ha ido creciendo, ha aumentado la diversidad y casuística en la tipología de los planetas. Algunos son anómalos, en el sentido de que su características no se ajustan bien a la teoría sobre la formación de planetas que se daba por bastante bien establecida. Por poner un ejemplo, alrededor de una estrella parecida al Sol llamada HD73256, hay un planeta con una masa casi dos veces mayor que la de Júpiter que la orbita en dos días y medio, pero desde una distancia inferior a una décima parte de la de Mercurio al Sol. Incluso, durante cierto tiempo, se llegó a pensar que, pese al principio copernicano, el anómalo era nuestro Sistema Solar. Pero lo que ocurría era que la tipología de planetas descubiertos estaba sesgada por las limitaciones tecnológicas de los medios empleados que hacían más fácil encontrar planetas grandes y próximos a sus estrellas. A medida, que se han ido conociendo más planetas, la estadística los acerca a la ortodoxia. Aun así, existen las suficientes excepciones y rarezas que evidencian las muchas incógnitas que hay en las teorías sobre la formación de los sistemas planetarios y que aseguran trabajo para los teóricos por muchos años.
El verdadero interés de los “cazadores” de planetas es descubrir planetas lo más parecidos posible a la Tierra. Es decir, pequeños planetas rocosos, orbitando alrededor de una estrella similar al Sol, y a una distancia apropiada para permitirle la existencia de vida. Los astrónomos han estimado la existencia de 40.000 millones de planetas del tamaño de la Tierra orbitando sus estrellas en la zona de habitabilidad (de ellos, 11.000 millones en torno a estrellas similares al Sol). Estas cifras suponen que el exoplaneta habitable más cercano podría estar a tan sólo 12 años luz de distancia. Una vez descubiertos candidatos satisfactorios, el siguiente paso será tener tecnologías que permitan analizar sus estructuras y composiciones, especialmente de sus atmósferas. Encontrar un planeta con una atmósfera con oxígeno o metano lo haría particularmente prometedor como poseedor de vida y merecedor de un estudio especial.
[1] Por expresar esta opinión de una manera que no gustó a la autoridad papal, en 1600 Giordano Bruno acabó en la hoguera.