Asteroides, meteoritos y cometas
INTRODUCCIÓN
Asteroides y cometas son los cuerpos menores del Sistema Solar. La mayoría sólo miden unos pocos kilómetros, incluso menos, aunque los asteroides mas grandes alcanzan diámetros de varios centenares de kilómetros. Son los restos de la formación del Sistema Solar que no llegaron a integrarse en un objeto mayor. La posibilidad de que la Tierra choque con uno que sea peligrosamente grande es una amenaza más que inquietante, no es un miedo absurdo. Ya ha ocurrido varias veces, y volverá a ocurrir; lo que no sabemos es cuando.
Pero antes de comentar los riesgos y consecuencias de que eso suceda, veamos en qué consisten estos restos, estos escombros del Sistema Solar: los asteroides y cometas.
-ASTEROIDES
Con este nombre se denominan los miles de cuerpos rocosos o metálicos de diverso tamaño y que orbitan el Sol, en su mayor parte entre Marte y Júpiter, en lo conocido como “cinturón de asteroides”. Entre Marte y Júpiter existe un hueco que intrigó a los astrónomos desde el descubrimiento de Urano ¿Podría existir un planeta desconocido en dicho hueco? Lo cierto es que no existe tal planeta, pero en su lugar se encuentran diseminados millones de pequeños cuerpos rocosos que, o bien pueden ser los restos de un planeta preexistente que estallara, o bien de uno que no llegó a formarse.
Se han identificado varios miles de estos pequeños cuerpos celestes. El mayor, con un diámetro de unos 920 km., se descubrió en 1801 desde Sicilia, y se le bautizó como Ceres, diosa romana del trigo, que había estado particularmente asociada con la isla. Los tres siguientes en descubrirse lo fueron en 1807, y se les llamaron Palas, Juno y Vesta. Esos nuevos objetos eran tan pequeños que, incluso con el mejor telescopio de la época, no mostraban disco. Seguían siendo puntos de luz, al igual que las estrellas. Por esta razón se los denominó asteroides, es decir parecidos a estrellas.
La existencia de los asteroides puede deberse a restos de la nebulosa de gas que originó el Sistema Solar, o a un planeta que estalló. Ambas posibilidades están admitidas y tienen sus partidarios, aunque predomina la primera y se achaca a la influencia del cercano Júpiter el que no llegasen a consolidarse en un planeta entero.
Aunque la mayoría de asteroides están confinados en el cinturón entre Marte y Júpiter, algunos se salen sustancialmente de él. Por ejemplo Quirón, un asteroide que se aleja hasta la órbita de Urano. La órbita de otro, Apolo, por el contrario se acerca al Sol más incluso que Venus, y se ha dado el nombre de objetos Apolo a todos los que se aproximen al Sol más que Venus. Uno de ellos se acerca más incluso que Mercurio, de hecho es el astro que más se aproxima al Sol; se le llamó Ícaro, en honor del personaje mitológico que voló con unas alas artificiales y que se precipitó contra el suelo por acercarse mucho al Sol que derritió la cera con la que se sujetaban las plumas. Se calcula que pueden existir alrededor de un millar de objetos Apolo, con diámetros de un kilómetro y más. Evidentemente, todo objeto Apolo y otros que no llegarán hasta la órbita de Venus, también cruzarán la órbita de la Tierra, por lo que implican un cierto riesgo de que se aproximen más de lo recomendable y originen una colisión. Pero de esto hablaremos más adelante.
Un caso especialmente curioso son los asteroides troyanos, llamados así porque a todos se les ha puesto nombres de personajes de la Iliada. Forman dos grupos arracimados en la órbita de Júpiter, un grupo 60º por delante del mismo, y el otro 60º detrás, de tal forma que cada grupo está en el vértice de un triángulo equilátero, en el que Júpiter y el Sol ocuparían los otros vértices. Esto es debido a que estos puntos son gravitatoriamente estables, por lo que todo cuerpo que entre en ellos no sufre perturbaciones y puede permanecer allí indefinidamente.
Es admitido que tanto Fobos y Deimos, satélites de Marte, como muchos de los satélites menores de los cuatro planetas gigantes del Sistema Solar, pueden ser en realidad asteroides capturados por sus atracciones gravitatorias. Continuamente se van identificando y bautizando nuevos asteroides (en 1921 se descubrió el asteroide nº 945, por el astrónomo J. Josep Comas Solá, quien lo llamó Barcelona).
La riqueza de minerales y metales de los asteroides, los hace particularmente atractivos como fuentes de recursos mineros para un futuro, cuando la astronáutica esté más avanzada y sea rentable obtenerlos. De momento tendremos que seguir conformándonos con explotar los recursos de la Tierra.
-COMETAS
Los cometas constituyen el otro grupo de cuerpos menores integrados por los restos de la formación del Sistema Solar. Cuando uno se hace visible aparece como un objeto neblinoso y débilmente luminoso, con una larga y deshilachada cola o cabellera. Los antiguos griegos los llamaron aster kometes (estrellas melenudas), y de ahí les viene el nombre.
A diferencia con los asteroides que son rocosos o metálicos, los cometas están formados básicamente por materiales helados. Se ha sugerido incluso que el origen de gran parte del agua de la Tierra podría estar en la que depositaron los cometas que chocaron contra nuestro planeta en los primeros tiempos de su formación, cuando los cometas vagabundos eran mucho más abundantes que ahora, y las colisiones con planetas algo frecuente. Como en los cometas se encuentran así mismo substancias orgánicas complejas, algunos piensan que también pudieron ser los que nos trajeron las primeras moléculas que dieron origen a la vida en la Tierra.
Cuando un cometa se aproxima lo suficiente al Sol, el material helado de su superficie empieza a calentarse y evaporarse y producir una nube de gas, vapor y polvo. Esta nube es empujada y arrastrada por el viento solar hasta distancias enormes, y constituye la cola del cometa. Por tanto la cola de un cometa siempre está orientada en dirección contraria al Sol, tanto al aproximarse como luego cuando se aleja del mismo. A medida que un cometa va realizando sucesivas aproximaciones al Sol, va perdiendo material evaporable, por lo que el proceso de formación de su cola continuará sólo mientras le quede.
Actualmente se cree que la procedencia de los cometas estaría en la llamada nube de Oort, una especie de capa dejada por la nube originaria de polvo y gas que se condensaron hace 5.000 millones de años para formar el Sistema Solar. La nube de Oort está situada en las afueras del Sistema Solar, a casi un año luz, y estaría constituida por miles de millones de pequeños cuerpos con diámetros de 800 metros a 8 kilómetros. Ordinariamente, los cometas permanecen en sus alejados hogares en torno al Sol con periodos de revolución de millones de años. De vez en cuando, sin embargo, a causa de colisiones o por la influencia gravitatoria de algunas de las estrellas más cercanas, algunos cometas aumentan la velocidad y abandonan el Sistema Solar. Otros se enlentecen y se mueven hacia el Sol, rodeándole y regresando a su posición original, para volver a aproximársele de nuevo.
De tal forma resulta que los cometas tienen unas órbitas en extremo excéntricas y alargadas, con periodos de años o siglos, y sólo se hacen visibles cuando penetran en el Sistema Solar interior y pasan cerca de la Tierra. El cometa Kohoutek, por ejemplo, se aproxima al Sol tanto como Mercurio, pero en su punto más alejado lo está 120 veces más que Neptuno, y su periodo orbital es de 217.000 años. Además, los cometas pueden presentarse en cualquier ángulo y hasta moverse en dirección retrógrada. Todo ello hace que su presencia sea algo imprevisible y sus movimientos anómalos. Dado que a la gente nunca le ha gustado las cosas erráticas de la vida, como por ejemplo sequías, inundaciones, enfermedades o guerras, y además existía la creencia generalizada de que las estrellas y los planetas influían en los asuntos humanos; las inesperadas apariciones de los cometas y sus caprichosos y erráticos movimientos, se tomaron frecuentemente como augurios de desgracias y desastres.
El primer cometa del que se pudo comprobar que, aunque sumamente alargada, tenía una órbita elíptica al igual que todos los cuerpos del Sistema Solar, y por tanto iba y volvía alrededor del Sol una y otra vez, fue el cometa Halley, bautizado así en honor del astrónomo inglés que lo observó en 1682 y predijo acertadamente que regresaría en 1758, aunque no vivió para verlo.
-METEORITOS
Cada día caen en la Tierra algunos miles de toneladas de materia procedente del espacio exterior. La mayoría son motas de polvo, pero algunos trozos alcanzan el tamaño de un garbanzo y velocidades de varios miles de kilómetros por hora. Esta gran velocidad hace que, al entrar en la atmósfera, el rozamiento los haga entrar en combustión por lo que se vuelven brillantes y visibles: son las estrellas fugaces. Los más grandes pueden formar estelas mucho más gruesas y de colores, y en ocasiones producen sonido, entonces se les denomina bólidos. Todas las noches son visibles estrellas fugaces, si la noche es lo suficientemente oscura y despejada, pero en algunas fechas concretas del año, la frecuencia de estrellas fugaces es mucho más elevada de lo habitual, y entonces tenemos una “lluvia de estrellas”. Las más conocidas son las Perseidas y las Leónidas, llamadas así porque las estelas parecen venir todas desde la constelación de Perseo y Leo, respectivamente. Estas lluvias de estrellas se producen cuando la Tierra, en el transcurso de su órbita, cruza por los restos de la cola de cometas que pasaron hace tiempo, de forma que cada año los cruza en las mismas fechas.
Cuando un pedazo de roca o metal es lo suficientemente grande para sobrevivir al roce con la atmósfera e impactar contra el suelo, le llamamos meteorito. En los primeros tiempos de la formación del Sistema Solar había esparcidos muchos restos de materia sobrante que no se aglomeró en planetas. Entonces los impactos de meteoritos contra la Tierra eran algo muy frecuente. Con el transcurso de los años se produjo un barrido, y la cantidad de meteoritos fue disminuyendo, hasta la actualidad en que casi todos han quedado confinados en el cinturón de asteroides.

Algunos cuerpos del Sistema Solar como la Luna, Mercurio y otros, al carecer de atmósfera, manifiestan claramente las huellas de los impactos que los meteoritos les han ido produciendo durante millones de años. En cambio, en la Tierra, casi no se conservan restos evidentes de cráteres de impacto, pues han sido borrados por la acción del viento y el agua. Pero algunos más recientes aún permanecen para demostrarnos que no estamos libres del peligro de chocar con meteoritos de gran tamaño. Por ejemplo, el gran cráter de Winslow, Arizona, fue resultado de un meteorito metálico de aproximadamente 40 metros de diámetro, que colisionó hace unas cuantas decenas de milenios con la Tierra a más de 30.000 kilómetros por hora formando un cráter de más de un kilómetro de diámetro.
Las causas por las que se extinguieron los dinosaurios no están claras, pero la teoría actualmente más aceptada es que fue debido a las consecuencias del impacto hace aproximadamente 65 millones de años de un asteroide o cometa de 10 kilómetros de diámetro y que formó un cráter de 200 kms. El lugar del impacto se sitúa en el Golfo de México, cerca de la península de Yucatán. Un impacto meteorítico como el que supuso el fin de los dinosaurios, es capaz de causar una inmensa devastación. Un efecto inmediato es la ignición de fuegos en toda la superficie de la Tierra, provocados por las muy altas temperaturas inducidas en la atmósfera y por el impacto de millones de rocas al rojo vivo que se distribuirían a grandes distancias. Sin embargo, los efectos más devastadores serían a largo plazo, ya que el polvo y el humo producido por el colosal impacto serían inyectados en la atmósfera causando así, paulatinamente, la disminución de las temperaturas y una gran oscuridad. Un invierno global, en ausencia de procesos de fotosíntesis, podría ser causa de la desaparición de muchas especies por congelación e inanición. Otras consecuencias mortales del impacto serían la contaminación de la atmósfera y los océanos con la formación de grandes cantidades de compuestos ácidos, tales como ácido nítrico y nitroso. Estos ácidos deforestarían y destruirían los sistemas respiratorios de los animales y disolverían las conchas de los crustáceos. El bióxido de carbono producido por la desaparición de las conchas destruiría la capa de ozono en la estratosfera, lo que expondría la flora y fauna a una intensa radiación ultravioleta.
De ocurrir el impacto en un océano se producirían inmensos tsunamis en gran parte del planeta capaces de penetrar cientos de kilómetros tierra adentro arrasando islas y zonas bajas continentales. Finalmente, es posible que el impacto de un meteorito de este calibre induzca potentes erupciones volcánicas alrededor del mundo y contribuiría así, aún más, a la eliminación de especies.

En tiempos recientes, el impacto más importante ocurrió en Siberia el 30 de junio del 1908, cuando una bola de fuego explotó cerca de la superficie de la Tierra en el valle del río Tunguska, destruyendo cerca de 2.000 km2 de bosques. El impacto fue devastador para la flora y fauna, aunque no dejó cráter alguno. Sin embargo, debido a lo escaso y aislado de la población de esta región, no debió causar muchos muertos y heridos. La historia quizás hubiese sido muy diferente de haber ocurrido el impacto unas pocas horas más tarde, sobre los cielos de San Petersburgo, Helsinki, Estocolmo o Oslo, dado que estas grandes ciudades se encuentran aproximadamente en la misma latitud que Tunguska y, por lo tanto, la rotación de la Tierra hubiese alterado la longitud del desastre y expuesto así a estas ciudades como posibles blancos del impacto.

Si hoy se descubriese un asteroide o cometa que fuese a colisionar con la Tierra, la Humanidad no tiene medio alguno de evitarlo. Sólo si fuera muy pequeño, del orden de unas decenas o pocos centenares de metros, cabría plantearse la posibilidad de destruirlo mediante explosiones nucleares, o modificar su órbita empujándolo. El problema de los asteroides y cometas muy pequeños es que, precisamente su propia pequeñez, los hace muy difíciles de detectar hasta que ya están próximos a nosotros; por lo que aunque es posible que tengamos la tecnología suficiente para ello, al no existir ya un sistema de alerta preparado para responder inmediatamente, lo más probable es que no hubiese tiempo de organizarlo. Y hemos de contar que, a parte de las dificultades técnicas, las diferencias políticas entre los países, el habitual secretismo de los gobiernos, la desconfianza mutua y el gasto económico que algo así representaría para afrontar algo que siempre presentará cierto grado de incerteza, que es posible que pase o no; todo ello no haría más que retrasar la decisión de actuar. Si el objeto que se nos aproximase tuviese varios kilómetros de diámetro, como el que extinguió a los dinosaurios, no habría nada que hacer. Ni actualmente, ni en un futuro previsible tendremos la tecnología necesaria para evitarlo, pese a que las películas americanas sobre el tema nos hagan creer lo contrario.
Que la Tierra volverá a sufrir un impacto de consecuencias cataclísmicas, no es una hipótesis, es algo seguro. Lo que no sabemos es cuando sucederá, puede ser este año, el siglo que viene, de aquí a 10.000 años o más adelante aún. Vemos pues, que el cielo se desplomará algún día sobre nuestras cabezas, pero por ahora, mientras no tengamos los medios para impedirlo, lo único que podemos hacer es lo mismo que los galos de Asterix: confiar que eso no suceda mañana.