No vayas a Venus en viaje de novios
Venus es, después del Sol y la Luna, el astro más brillante del firmamento. Quizá por eso le pusieron el mismo nombre que a la diosa de la belleza y el amor, además de otros tan sugestivos como «lucero del alba».
Tras la invención del telescopio se comprobó que está permanentemente cubierto por una capa de nubes que impedían ver su superficie. Algunos dieron por seguro que bajo esas nubes, que supusieron iguales a las nuestras, había un planeta cálido y húmedo, tal vez con océanos y exuberante vegetación. Alguien llegó a pensar que, cuando la tecnología lo permitiera, podría ser un buen sitio para construir un centro turístico para recién casados; después de todo ¿qué lugar podría ser más indicado para ello que el planeta del amor?
Sin embargo la realidad ha resultado ser muy otra. La atmósfera de Venus está formada por un 96% de dióxido de carbono, lo que ha provocado un efecto invernadero desbocado que ha elevado la temperatura a más de 460 ºC, suficiente para derretir el estaño y el plomo y hacer hervir el mercurio. La atmósfera es sorprendentemente densa: la presión atmosférica de Venus es 90 veces superior a la terrestre, equivalente a la que hay a un kilómetro bajo el agua. Esta elevada densidad hace que aún los vientos más débiles contengan la potencia de un huracán. Y por si todo eso fuera poco, por encima de la capa principal de nubes se encuentra otra formada por ácido sulfúrico. Esto implica que en Venus llueve, pero no agua, sino una corrosiva lluvia de ácido sulfúrico.
Venus, lejos de ser aquel planeta exuberante de vida que se supuso en un principio y, pese a tener el nombre de la diosa de la belleza y el amor, es más parecido a la imagen que tenemos del infierno. Un planeta tremendamente inhóspito, difícilmente explorable y muy difícil de colonizar, que posiblemente sea uno de los últimos sitios del Sistema Solar donde los humanos podamos asentarnos.