
Nociones de física cuántica
EL PRINCIPIO DE INCERTIDUMBRE
Un rasgo importante de cualquier tipo de medición es que si un sistema perturba a otro, inevitablemente habrá una reacción recíproca sobre el primer sistema, que a su vez resulta afectado. Por ejemplo: si deseamos medir la temperatura de un líquido, introduciremos un termómetro, pero la presencia del termómetro hará que el calor fluya del líquido al termómetro hasta ponerlos a una misma temperatura. Por tanto, el líquido se enfriará algo, de modo que la lectura que haremos de la temperatura no será la original del líquido, sino la del sistema una vez perturbado. Para medir una corriente eléctrica, se inserta en el circuito un amperímetro, cuya presencia será un obstáculo para la propia corriente que se está midiendo. De igual modo ocurre si para medir la presión de un gas, usamos un barómetro; parte de la presión original se utilizará en actuar sobre éste, y la medida que nos dé no será la original del gas, sino un poco inferior. Incluso si lo que queremos medir es la posición de un objeto, pongamos Júpiter, para ello es necesario que la luz solar, una vez reflejada por Júpiter y de viajar cientos de miles de kilómetros, llegue a nuestros ojos y choque con nuestra células retinianas. Pero esta misma luz solar que, al reflejarse, nos estimula la retina, también reacciona sobre Júpiter ejerciendo una pequeña presión sobre su superficie. Por tanto, no podemos ver estrictamente hablando el «verdadero» Júpiter, sino el Júpiter perturbado por la presión de la luz.
Mientras la ciencia se ocupó de objetos macroscópicos, poca atención se prestó a los límites últimos de la mensurabilidad, pues en los experimentos prácticos nunca se alcanzaban las proximidades de tales límites. La situación cambió cuando se comenzaron a investigar las partículas subatómicas y la radioactividad.
Consideremos el problema de cómo cerciorarse de dónde está localizado un electrón. Es evidente que es necesario enviar alguna clase de sonda para que lo localice, pero ¿cómo hacerlo sin perturbarlo o, al menos, perturbándolo de una manera controlada y determinable? Si usamos luz, al igual que en el caso de Júpiter, pero en un grado incomparablemente mayor al tratarse de un electrón, la iluminación ejercerá un presión y por tanto el electrón retrocederá. El problema no es grave si podemos calcular con qué velocidad y en qué dirección se alejará el electrón al retroceder.
Ahora bien, para conseguir una buena imagen en el microscopio es necesario tener grandes lentes en el objetivo, sino la luz, al ser una onda, no pasará por la abertura sin distorsionarse, debido a que las ondas de luz rebotan en los lados de las lentes e interfieren con el rayo original. Es necesario utilizar una abertura mucho mayor que el tamaño de las ondas. De donde se deduce que para ver adecuadamente un electrón deberíamos utilizar un gran microscopio o una longitud de onda muy pequeña. Para ver un objeto hay que utilizar ondas cuya longitud sea similar o menor que el tamaño del objeto en cuestión. Para localizar un electrón, se deben utilizar ondas de la longitud más corta posible, por ejemplo rayos gamma. Pero cuanto menor es la longitud de una onda, mayor es la energía que transporta (las ondas de radio de gran longitud de onda son muy poco energéticas, mientras que la luz, y especialmente los rayos gamma, tienen longitudes de onda pequeñas y por tanto muy energéticas).
Cuando tratamos de localizar un electrón, la necesidad de utilizar radiaciones de longitud de onda muy corta, para evitar que la imagen se emborrone, entraña aceptar el violento retroceso consiguiente al empuje de estos energético cuantos. Nos vemos, pues, obligados a escoger entre exactitud de la localización y perturbación del movimiento del electrón. Queda claro que los requisitos de una exacta determinación, al mismo tiempo, de la posición y el movimiento son mutuamente incompatibles. Se puede medir con presión la localización a costa de introducir una perturbación aleatoria e indeterminable en su movimiento. O, alternativamente, se puede retener el control sobre el movimiento, a costa de una gran inseguridad sobre la posición. Este indeterminismo recíproco no es una mera limitación técnica debida a las propiedades de los microscopios, o a que nosotros seamos unos «manazas» incapaces de hacer las cosas bien, sino un rasgo básico de la materia microscópica. No hay manera, ni siquiera en teoría, de obtener simultáneamente un información exacta sobre la posición y el movimiento de una partícula subatómica. Estas ideas han sido consagradas en el famoso principio de incertidumbre de Heisenberg. No se trata tan sólo de que no podemos conocer las magnitudes del electrón. Se trata de que el electrón no posee simultáneamente una posición y un impulso concretos. El movimiento del electrón por el espacio no es, pues, algo bien definido, sino más bien una especie de campo de probabilidades por el que discurren las trayectorias disponibles y posibles.
LA INCERTIDUMBRE ENERGIA-TIEMPO
El principio de incertidumbre de Heisenberg pone restricciones a la exactitud con que se puede determinar la localización y el movimiento de las partículas, pero estas dos magnitudes no son las únicas que pueden medirse. Por ejemplo, podríamos estar más interesados por la velocidad del spin de un átomo o por su orientación. O bien, podríamos necesitar medir su energía o el tiempo que tarda en pasar a un nuevo estado energético.
Supongamos que queremos determinar la energía de un fotón de luz. La energía de un fotón es directamente proporcional a la frecuencia de la luz: al doble de frecuencia corresponde el doble de energía. Un procedimiento práctico de medirla consiste, pues, en medir la frecuencia de la onda luminosa, lo que puede hacerse contando el número de oscilaciones (es decir, de crestas y vientres de la onda) que pasan en un determinado intervalo de tiempo. Para que la operación tenga éxito es menester evidentemente que al menos se produzca una oscilación completa de la onda, y a ser posible varias, pero cada oscilación requiere un intervalo de tiempo determinado. La onda debe pasar desde la cresta al vientre y de nuevo a la cresta. Medir la frecuencia de la luz en una fracción de tiempo inferior a ésta es a todas luces imposible, incluso en teoría. En el caso de la luz visible, la duración necesaria es muy breve (una milbillonésima de segundo). Las ondas electromagnéticas con longitudes de onda mayores y menor frecuencia, tales como las de radio, pueden precisar algunas milésimas de segundo para cada oscilación.
Todo esto pone de manifiesto que existe una fundamental limitación de la exactitud con que puede medirse la frecuencia, y por tanto la energía, en un intervalo de tiempo dado. Si la duración es menor que un ciclo de onda, la energía queda muy indeterminada, por lo que hay una relación de incertidumbre que vincula la energía y el tiempo. Para conseguir una exacta determinación de la energía, es necesario hacer una larga medición, (de hecho para medir de una forma completamente exacta la energía de un acontecimiento necesitaríamos un tiempo infinito) pero si lo que nos interesa es el momento en que sucede un acontecimiento, entonces una determinación exacta sólo puede hacerse a expensas del conocimiento sobre la energía.
La limitación de las mediciones de la energía y del tiempo, al igual que las de la posición y el movimiento, no son meras insuficiencias tecnológicas, sino propiedades categóricas e inherentes a la materia. En ningún sentido cabe imaginar un fotón que realmente posea en todos los instantes una energía bien definida, ni tampoco un fotón que surja en un determinado momento con una frecuencia concreta. La energía y el tiempo son características incompatibles para los fotones, y cuál de las dos se ponga de manifiesto con mayor exactitud depende por completo de la clase de mediciones que elijamos efectuar. Vislumbramos el asombroso papel que el observador desempeña en la estructura del microcosmos, pues los atributos que poseen los fotones parecen depender precisamente de las magnitudes que el experimentador decida medir.
Una de las consecuencias más notables de la relación de incertidumbre energía-tiempo es la transgresión de la ley de conservación de la energía. En el terreno cuántico, esta ley de conservación de la energía resulta discutible. Afirmar que la energía se conserva nos obliga a poder medir con exactitud la energía que hay en un momento y en el siguiente, para comprobar que la cantidad total se ha mantenido invariable. Sin embargo, la relación de incertidumbre energía-tiempo exige que los dos momentos en que se comprueba la energía no deban ser demasiado próximos, o bien habrá cierta indeterminación en cuanto a la cantidad de energía. Esto abre la posibilidad de que en periodos muy breves la ley de conservación de la energía pudiera quedar en suspenso. Por ejemplo, podría aparecer energía espontáneamente en el Universo, siempre que volviera a desaparecer durante el tiempo que concede la relación de incertidumbre. Hablando llanamente, un sistema puede «tomar prestada» energía según un arreglo bastante especial: la debe devolver en un plazo muy breve. Cuanto mayor es el préstamo, más rápida ha de ser la devolución. Pero a pesar del limitado plazo del préstamo, durante su duración pueden pasar algunas cosas muy espectaculares con la energía prestada; no olvidemos que la energía no es más que otra manifestación de la materia.
A manera de ilustración adicional de la incertidumbre energética, examinemos el problema de hacer rodar una bola sobre un montículo. De impulsarla con poca energía, la bola alcanza sólo parte de la altura del montículo, donde se detiene y rueda de vuelta. Por otra parte, de lanzarla con mucha energía la bola conseguirá llegar hasta la cumbre del montículo, donde comenzará a rodar hacia abajo por el lado opuesto. Se plantea entonces el problema de si la bola puede tomar prestada la suficiente energía, mediante el mecanismo de préstamo de Heisenberg, para superar el montículo aun cuando haya sido lanzada a muy poca velocidad. Para comprobar estas ideas se puede estudiar el comportamiento de los electrones, que hacen el papel de bolas, cuando entran en el campo de una fuerza eléctrica que actúa lo mismo que un montículo desacelerando el ascenso de los electrones.

Si se disparan electrones contra esta barrera electrónica se comprueba efectivamente que algunos atraviesan la barrera, incluso cuando la energía de lanzamiento es muy inferior a la que necesitan para superar el obstáculo. Si la barrera es delgada y no demasiado «alta», la energía necesaria pueden tomarla prestada los electrones durante el breve período de tiempo necesario para que se desplacen a través de ella. Por tanto, el electrón aparece al otro lado de la barrera, aparentemente habiéndose abierto paso a su través. Es el llamado «efecto túnel» que, como todos los fenómenos controlados por la teoría cuántica, es de naturaleza estadística: los electrones tienen una cierta probabilidad de atravesar la barrera. Cuanto mayor sea el déficit energético, más improbable es que el principio de incertidumbre les sirva de fiador. En el caso de una bola real que pese unos 100 grs. y de un montículo de 10 metros de altura y 10 metros de espesor, la probabilidad de que la bola se abra paso a través del montículo cuando todavía está a un metro de la cima es sólo una entre un uno seguido de un billón de billones de billones de ceros.
EL EXPERIMENTO DE LA DOBLE RENDIJA
El experimento consiste en una pantalla opaca con dos ranuras paralelas muy próximas. Las ranuras se iluminan mediante un rayo de luz de manera que sus imágenes caigan sobre otra pantalla situada en la cara contraria. Si momentáneamente obturamos una de las rendijas, la imagen de la otra aparecerá como una franja de luz situada enfrente de la ranura abierta. Dado que la ranura abierta es estrecha, las ondas luminosas sufrirán una distorsión al atravesarla, de modo que parte de la luz se desperdigará por los lados de la franja, por lo que los bordes aparecen borrosos. Si la ranura es muy estrecha, es posible que la luz se extienda por un área bastante amplia. Cuando esté obturada la otra ranura y abierta la primera, se verá una imagen similar, pero ligeramente desplazada enfrente de esta ranura.
La sorpresa surge cuando se abren al mismo tiempo las dos ranuras. Lo que podría preverse es que la imagen de la doble ranura consistiera en la superposición de dos imágenes de una ranura, lo que tendría el aspecto de dos franjas de luz más o menos superpuestas debido a lo borroso de sus bordes. En realidad, lo que se ve es una serie de líneas regulares, compuestas de franjas oscuras y luminosas. Este curioso diagrama es precisamente un fenómeno de interferencia de ondas. Cuando la luz que emanan las dos ranuras llega en oposición de fase, es decir, las crestas de las ondas procedentes de una ranura coinciden con los vientres de las otras, la iluminación desaparece.
El experimento puede repetirse con electrones en lugar de luz, utilizando una pantalla de televisión como detector. Debemos recordar aquí que cada electrón es taxativamente una partícula. Los electrones pueden contarse uno por uno y puede explorarse su estructura utilizando máquinas de elevada energía. Por lo que a nosotros se nos alcanza, no tienen partes internas ni extensión discernible. Se rocían las ranuras a través de un pequeño agujero con electrones procedentes de una especie de pistola. Los electrones que pasan por una u otra ranura alcanzarán la pantalla detectora y chocarán contra ella liberando su energía en forma de pequeños destellos de luz. Observemos lo que ocurre cuando sólo está abierta una de las ranuras y, de momento, cerrada la otra. El chorro de electrones atravesará la ranura, se esparcirá hacia el exterior y se proyectará sobre la pantalla detectora. La mayoría de ellos llega muy cerca de la zona situada enfrente de la ranura abierta, aunque algunos se esparcirán por los alrededores. La distribución de los electrones recuerda el diagrama luminoso que se obtiene empleando luz. Una distribución similar, ligeramente desplazada, resultaría en el caso de abrir la segunda ranura y mantener bloqueada la primera. Lo fundamental del experimento es que, de nuevo, cuando se abren ambas ranuras, la distribución de los electrones muestra una estructura regular de franjas de interferencia, lo que indica la naturaleza ondulatoria de estas partículas subatómicas.
En este caso, el resultado tiene un carácter casi paradójico. Supongamos que la intensidad del haz de electrones disminuye gradualmente hasta que los electrones pasan de uno en uno por el aparato. Se puede recoger el impacto de cada electrón contra la pantalla utilizando una placa fotográfica. Al cabo de cierto tiempo dispondremos de un montón de placas fotográficas, cada una de las cuales contiene un único punto de luz correspondiente al lugar donde cada electrón concreto ha encendido un destello con su presencia. ¿Qué podemos decir ahora sobre cómo se distribuyen los electrones por la pantalla? Podemos determinarlo mirando a través de la pila de placas superpuestas, con lo que veremos todos los puntos formando un dibujo. Lo asombroso es que ese dibujo es exactamente el mismo que se produce cuando se dispara un gran número de electrones, y también exactamente el mismo que forman las ondas luminosas. Es evidente que el conjunto de acontecimientos distintos y separados, a base de un electrón cada vez, sigue presentando un fenómeno de interferencia. Además, si en lugar de repetir el experimento electrón por electrón, toda una serie de laboratorios realizan el experimento de manera independiente, y tomamos al azar una fotografía de cada prueba, entonces, el conjunto de todas estas fotografías independientes y hechas por separado ¡también presenta un diagrama de interferencias!
Estos resultados son tan asombrosos que cuesta digerir su significación. Es como si alguna mágica influencia fuera dictando los acontecimientos en los distintos laboratorios, o en momentos distintos del mismo equipo, de acuerdo con algún principio de organización universal ¿Cómo sabe cada electrón lo que los demás electrones van a hacer, quizá en otras partes distintas del globo? ¿Qué extraña influencia impide a los electrones personarse en las zonas oscuras de las franjas de interferencia y les hace dirigirse a las zonas más iluminadas? ¿Cómo se controla su preferencia en el plano individual?
La situación resulta aún más extravagante si recordamos que la interferencia característica surge, en primer lugar, como consecuencia de que las ondas de una ranura se superponen a las de la otra. Es decir, la interferencia es taxativamente una propiedad de las dos ranuras. Si se bloquea una, la interferencia desaparece. Pero sabemos que cada electrón concreto (por ser una pequeña partícula) sólo puede pasar por una de las ranuras, de manera que ¿cómo se entera de la existencia de la otra? Sobre todo, ¿cómo sabe si la otra está abierta o cerrada? Parece que la ranura por donde no pasa el electrón (y que a escala subatómica está a una inmensa distancia) tiene tanta influencia sobre el posterior comportamiento del electrón como la ranura por la que en realidad pasa.
El principio de incertidumbre de Heisenberg impide al electrón poseer una trayectoria bien definida. El movimiento del electrón por el espacio no es, pues, algo bien definido, sino más bien una especie de campo de probabilidades por el que discurren las trayectorias disponibles y posibles. Con el experimento de las dos rendijas vemos el funcionamiento de esta indeterminación inherente, pues debemos sacar la conclusión de que los trayectos potenciales del electrón pasan por ambas ranuras de la pantalla y que las trayectorias que no sigue continúan influyendo en el comportamiento de la trayectoria real. Dicho en otras palabras, los mundos alternativos, que podrían haber existido, pero que no han llegado a existir, siguen influyendo en el mundo que existe.
Vemos pues que la onda en cuestión no es una onda de ninguna clase de sustancia o materia, como el sonido, sino una onda probabilística, es decir un mero concepto matemático sin sustrato físico. Donde el efecto de la onda es mayor, allí es más probable que se encuentre el electrón. En este sentido recuerda una oleada de delincuencia que, cuando se extiende por un barrio, aumenta la probabilidad de que se cometa un delito. No es una ondulación de ninguna substancia, sino sólo de probabilidad. En el experimento de las dos ranuras, la localización probabilística de un único electrón puede explorar ambas e interferir consigo misma. Con lo que se interfiere es con la propensión del electrón a ocupar una determinada zona del espacio. De tal modo que un electrón concreto tiene más probabilidades de dirigirse hacia las franjas claras que hacia las franjas oscuras. Dada la incertidumbre inherente a la posición y al movimiento que da lugar al comportamiento ondulatorio, no puede predecirse dónde terminará un determinado electrón, pero algo puede decirse sobre todo el conjunto de ellos por medio de una estadística.
EL GATO DE SCHRODINGER
Si disparamos un haz de electrones (o incluso un único electrón), podemos escribir la formulación matemática de la onda, que avanza según la denominada ecuación de Schrodinger. La onda muestra la importante propiedad, característica de las ondas, de interferirse en el caso de que, por ejemplo, el haz choque con dos ranuras de una pantalla: pasará por ambas y la perturbación bifurcada se recombinará en forma de crestas y vientres. La onda no describe un mundo sino una infinitud de mundos, cada uno de los cuales contiene una trayectoria distinta. Estos mundos no son todos independientes; el fenómeno de la interferencia demuestra que se superponen y entrometen en sus caminos. Sólo una medición directa puede mostrar cuál de estos infinitos mundos es el real. Lo cual plantea delicadas y profundas cuestiones sobre el significado de lo «real» y sobre qué constituye una medición.
Si imaginamos ahora todos los mundos posibles -cada uno de ellos con una trayectoria distinta del electrón- como una especie de gigantesco supermundo pluridimensional en el que las alternativas se sitúan paralelamente en igualdad de condiciones, entonces podemos considerar que el mundo que resulta «real» para la observación es una proyección tridimensional de este supermundo. Necesitamos un mundo distinto para cada trayectoria del electrón, lo que significa que necesitamos una infinidad de mundos, y similares infinidades de mundos para cada átomo o partícula subatómica, cada fotón cada gravitón que exista. Es evidente que este supermundo es muy muy grande, en realidad con las infinitas dimensiones del infinito.
Una paradoja envuelve también el acto de medir. Tomemos como ejemplo la observación de un núcleo atómico radioactivo. Tal núcleo emitirá una o más partículas subatómicas que pueden detectarse con un contador Geiger, al que supondremos equipado con una escala graduada: si el indicador de la escala señala la posición A, el núcleo está intacto; si señala la posición B, el núcleo se ha desintegrado. Según la física cuántica, el estado del sistema microscópico (el núcleo radioactivo en nuestro ejemplo) debe describirse como una superposición de ondas. Es vital insistir en que la superposición no representa un conjunto de alternativas -una elección excluyente-, sino una genuina combinación superpuesta de realidades posibles. La verdadera realidad sólo queda determinada cuando se ha efectuado una medición. No obstante, aquí yace el problema. Si el aparato de medición (y eventualmente también el propio experimentador) también está compuesto por átomos, también debe describirse como una onda compuesta de una superposición de todos sus estados alternativos. En nuestro ejemplo, el contador Geiger es una superposición de los estados A y B (indicador no desviado e indicador desviado), lo cual, repetimos, no significa que o bien está desviado o bien no está desviado, sino de un modo extraño y esquizofrénico ambas cosas a la vez.
Erwin Schrodinger llamó la atención sobre un experimento hipotético que ha llegado a conocerse como la paradoja del gato de Schrodinger. Supongamos un microsistema compuesto de un núcleo radioactivo que puede desintegrarse o no al cabo de, pongamos un minuto, según las leyes de probabilidad cuántica. La desintegración la registra un contador Geiger, que a su vez está conectado a un martillo, de tal modo que si el núcleo se desintegra y se produce la respuesta del contador, se libera un disparador que hace que el martillo caiga y rompa una cápsula de cianuro. Todo el conjunto está colocado dentro de una caja cerrada junto con el gato. Al cabo de un minuto hay un 50% de probabilidades de que el núcleo se haya desintegrado. Pasado el minuto se desconecta automáticamente el instrumento. ¿Está el gato vivo o muerto?
La respuesta podría parecer que consistiera en que hay un 50% de probabilidades de que el gato esté vivo cuando miremos en la caja. No obstante si las ondas superpuestas que representan el núcleo desintegrado y el núcleo intacto están correlacionadas con las ondas superpuestas que describen al gato, el estado de dicho gato, al cabo de un minuto, no puede ser o bien vivo o bien muerto debido a esta superposición. Por otra parte, ¿qué sentido podemos darle a un gato vivo y muerto al mismo tiempo? A primera vista, parece que el gato sufre uno de esos curiosos estados esquizofrénicos, y su sino sólo queda determinado cuando el experimentador abre la caja y se digna mirar para comprobar su salud. No obstante, como es posible retrasar este último paso tanto como se quiera, el gato puede perdurar en esta animación suspendida hasta que finalmente sea expulsado de su purgatorio o resucitado a la vida por la caprichosa curiosidad del experimentador.
Presumiblemente el gato sí sabe si está vivo o muerto mucho antes de que nadie mire dentro de la caja. Cabría alegar que un gato no es un observador fiable, en la medida en que no tiene la completa conciencia de su propia existencia de que disfruta el hombre. Para eludir esta objeción, podemos substituir al gato por un voluntario humano, conocido entre los físicos como el amigo de Wigner. Si al abrir la caja lo encontramos vivo, y le preguntamos que ha sentido durante el período anterior a la apertura de la misma, no cabe duda de que respondería «nada», pese a que su cuerpo estuviera en estado de vida y muerte simultáneamente.
LA TEORIA DE WIGNER Y LA DE EVERETT
El propio Wigner ha propuesto que la teoría cuántica no puede ser correcta en todas las circunstancias; que cuando participa la percepción consciente del observador la teoría se desmorona y la descripción del mundo como ondas superpuestas queda invalidada. Según esta interpretación, el entendimiento de los seres conscientes ocupa un papel central dentro de las leyes de la naturaleza y de la organización del Universo, pues es precisamente cuando la información sobre una observación penetra en la conciencia del observador cuando realmente la superposición de ondas colapsa en una realidad. Así pues, en un determinado sentido ¬todo el panorama cósmico está generado por sus propios habitantes. Según la teoría de Wigner, antes de que hubiese vida inteligente el Universo no existía realmente. Esto plantea a los seres vivos la grave responsabilidad, de hecho una responsabilidad cósmica, de mantener la existencia de todo lo demás, pues si cesara la vida, todos los demás objetos -desde la menor partícula subatómica hasta la más lejana estrella- ya no disfrutarían de realidad independiente, sino que caerían en el limbo de la superposición.
Como era de esperar la idea de Wigner ha sido muy criticada. Los científicos suelen considerar la consciencia, en el mejor de los casos como algo poco definido (¿es consciente una rata? ¿y una cucaracha?). Sin embargo, debe concederse que todas nuestras observaciones y, a través de éstas, toda la ciencia se basan, en último término, en nuestra consciencia del mundo que nos rodea. Tal como se concibe habitualmente, el mundo exterior puede actuar sobre la consciencia, pero ésta no puede de por sí actuar sobre el mundo, lo que quebranta el principio, por lo demás universal, de que toda acción da lugar a una reacción. Wigner propone reafirmar este principio también en el caso de la consciencia, de modo que ésta pueda afectar al mundo, de hecho, reduciendo la superposición a realidad.
Una objeción más seria a las ideas de Wigner se plantea si participan dos observadores en el mismo sistema de observación, pues entonces cada uno de ellos tiene el poder de cristalizarlo en realidad. Para ilustrar el tipo de problema que de ahí se deriva, supongamos que estudiamos de nuevo un núcleo radioactivo, cuya desintegración dispararía un contador Geiger, pero esta vez no hay ningún observador consciente implicado de forma inmediata. Todo está dispuesto de tal modo que al cabo de un minuto, cuando la probabilidad de desintegración es el 50%, el experimento ha terminado y el indicador del contador Geiger queda fijo en cualquiera que sea la posición que en ese momento ocupe. En lugar de haber un experimentador que mire directamente el indicador, el contador Geiger es fotografiado. El verdadero problema surge si se toman dos fotografías sucesivas, llamémoslas A y B, del contador Geiger al final del experimento. Puesto que el indicador queda fijado, sabemos que la imagen de A debe ser idéntica que la de B. El obstáculo aparece si también hay dos experimentadores, llamémosles Alan y Brian, y Brian ve la fotografía B antes de que Alan vea la A. Ahora bien, B fue tomada después de A, pero es examinada antes. La teoría de Wigner exige que Brian sea aquí el individuo consciente responsable de crear la realidad, puesto que es el primero que ve su documento fotográfico. Supongamos que Brian ve el indicador desviado y afirma que el núcleo se ha desintegrado. Naturalmente, cuando Alan ve la fotografía A, ésta presentará igualmente el indicador desviado. La dificultad es que cuando se tomó la fotografía A, todavía no existía la fotografía B, ¬de manera que la ojeada de Brian a la fotografía B causa misteriosamente que A sea idéntica a B ¡aun cuando A fue tomada con anterioridad a B! Parece ser que nos vemos obligados a creer en causaciones retroactivas; al mirar Brian la fotografía, quizá muchos años después, influye en la operación de la cámara durante la fotografía anterior.
Pocos físicos están dispuestos a invocar la consciencia como explicación de la transición desde la superposición fantasmal a la realidad concreta, pero la cadena desde un sistema cuántico hasta uno no cuántico que lo observe y lo haga colapsar en una realidad, no tiene ningún otro final evidente. Podemos considerar sistemas cada vez mayores, actuando cada cual como una especie de observador de otro sistema, tomando nota del estado del sistema menor, hasta que el conjunto del ensamblaje abarque el Universo entero ¿Qué pasa entonces? Cuando nos ocupamos del Universo entero no hay, por definición, nada exterior que pueda observarlo. El Universo se supone que es todo lo que existe y, si todo está cuantificado, incluido el espaciotiempo, ¿qué es lo que puede colapsar el cosmos en realidad? ¿Quizá la consciencia de Dios?
Otra idea que disfruta de cierta aceptación entre los físicos es la propuesta por Hugh Everett en 1957. La idea básica consiste en abandonar los aspectos metafísicos de la teoría cuántica y aceptar literalmente la descripción matemática. Everett considera que las partículas atómicas existen realmente en unas condiciones concretas y bien determinadas, aunque sigan estando sometidas a las habituales incertidumbres de la mecánica cuántica. No es necesario que ocurra ninguna especial reducción a una realidad en el momento de la observación: la realidad ya está ahí. En lugar de suponer que todos los demás mundos del superespacio son meras realidades potenciales -mundos fallidos- que se codean con el mundo que nosotros percibimos pero no adquieren su propia concreción, Everett propone que esos otros universos existen realmente y son en cada punto tan reales como el que nosotros habitamos.
La teoría de Everett se denomina a veces, la de los múltiples universos. Según esta teoría el mundo está constantemente escindiéndose en incontables nuevas copias de sí mismo. Cada proceso subatómico, cada transición cuántica que tiene lugar en cada estrella, en cada galaxia, en cada remoto rincón del Universo está dividiendo nuestro mundo local en miríadas de copias de sí mismo. No sólo nuestro cuerpo, sino nuestro cerebro y, cabe presumir, nuestra conciencia se multiplica repetidamente, convirtiéndose cada copia en un ser humano pensante y sintiente que habita en otro universo muy parecido al que vemos a nuestro alrededor. A ningún individuo le es posible dejar un mundo y visitar su copia en otro. Si no podemos ver esos otros mundos ni visitarlos, ¿dónde están? Los autores de ciencia-ficción han inventado muchas veces mundos «paralelos» que supuestamente coexisten al lado del nuestro. En un determinado sentido, mucha gente tiene una imagen del cielo en forma de mundo alternativo que coexiste con el nuestro, pero no ocupa el mismo tiempo ni espacio físico.
En la teoría cuántica, la incertidumbre es absoluta, pues ni siquiera el más detallado conocimiento del estado de un núcleo radioactivo, pongamos, consigue predecir con exactitud cuándo se desintegrará. La teoría de los muchos universos aporta una nueva perspectiva a esta indeterminación fundamental. La información que habría conducido a total predictibilidad queda, por así decirlo, oculta para nosotros en los otros mundos a que no tenemos acceso. Muchos de estos otros mundos son muy parecidos al nuestro, diferenciándose tan sólo en el estado de unos cuantos átomos. Estos mundos contienen individuos virtualmente indiferenciables de nosotros en cuerpo y entendimiento. Sin embargo, no todos los demás mundos están habitados por otros nosotros. En algunos, las trayectorias ramificadas nos conducen a la muerte prematura. En otros, nunca habremos nacido, mientras que también existen aquellos que pueden haber quedado tan desviados del mundo de nuestra experiencia que allí no es posible ninguna clase de vida. Retrocediendo mucho en el tiempo, cambios muy pequeños pueden haber dado lugar a grandes diferencias actuales.

Adoptando la visión más amplia posible del superespacio, da la sensación de que toda situación a que se pueda llegar siguiendo cualquier trayectoria por retorcida que sea, ocurrirá a la postre en alguno de esos otros mundos. Habrá mundos que no tengan Tierra, ni Sol, ni siquiera Vía Láctea. Otros pueden ser tan distintos del nuestro que no existan estrellas ni galaxias de ninguna clase. Algunos serán completamente oscuros y caóticos, con agujeros negros que se tragarán al azar el material desperdigado, mientras que otros estarán quemados por las radiaciones. Existirán universos que en apariencia tengan el mismo aspecto que el nuestro, pero con distintas estrellas y planetas. Incluso aquellos que en esencia, cuenten con la misma ordenación astronómica contendrán distintas formas de vida: en muchos no habrá vida sobre la Tierra, pero en otros la vida habrá prosperado a mayor velocidad y existirán sociedades utópicas. Y aún otros habrán sufrido la total destrucción bélica, mientras que en algunos toda la Vía Láctea, incluida la Tierra, estará colonizada por extraterrestres. Las alternativas posibles no tienen ningún límite.
Todo esto plantea una intrigante pregunta ¿por qué nos hallamos nosotros viviendo en éste universo concreto y no en cualquier otro de las miríadas que hay? ¿Tiene éste algo de especial o bien nuestra presencia aquí se debe al puro azar? Por supuesto, en la teoría de Everett, también vivimos en otros muchos universos, si bien sólo una pequeña fracción de ellos está habitada, pues hay muchos más que no permiten la vida ¿Cuántas de las características que nos rodean son imprescindibles para que exista la vida?………… Dejaremos estas cuestiones para otra ocasión.